4 de enero de 2014

Esta vez no me caeré por las escaleras.

Despierto, veo escalones, y a ti en el último piso. No hay ascensores, ni escaleras mecánicas, solo pies descalzos y pocas ganas de esforzarme, total, ¿para qué? La vida es escalar, pero no me apetece clavar más veces mi pico en una superficie inestable, así que prefiero quedarme aquí atascada en mi pequeña cueva esperando a morirme de frío. Opto por ir hacia abajo, siempre he sido demasiado cobarde como para esperar si quiera a la hipotermia. Así que desciendo poco a poco por mi montaña, o deshaciendo los escalones detrás de mí. Es lo mejor, trato de decirme eso, así no podré equivocarme, así la distancia de la caída será menor, así me costará menos mantener la respiración, si no lo pienso mucho...
Entonces tu imagen de nuevo, en lo más alto, y tengo envidia y a la vez cierta admiración. Giro y contemplo otra vez los escalones, ahora son más y estoy más cansada. Pero subiría miles de kilómetros con tal de alcanzarte. Ahora corro, voy de dos en dos, de oca en oca y tiro por que me toca, por decirlo de alguna manera, para que me entiendas. Tropiezo, caigo, me rompo en mil pedazos, me levanto y recojo el mayor número de trozos que me permiten mis manos y sigo, cada vez me duele más, pero aún así no paro. Y mientras tanto pienso en ti, en lo lejos que estás y en lo difícil que resulta tratar de seguirte. Cuando quiero darme cuenta, estás a ciento un escalones detrás de mí.

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