22 de diciembre de 2014

Bulls in the Bronx


Sangre. Sangre por todos lados. Sangre en tus labios, bajo tus pestañas, en sus nudillos. Gritos, animando, calentando el ambiente. Grito, y mi voz se mezcla con el bullicio. Nadie me ve, nadie sabe que estoy sufriendo. Y tú, tú no sabes cómo deseo que me oyeras. Te golpea una vez más, en la mandíbula, continúa la coreografía con tu estómago, corta nuestras respiraciones con una patada en el pecho.

“Las chicas son estúpidas” me gritaste, yo respondí diciendo que los chicos más. Teníamos nueve años, estábamos en tu porche. Tú querías jugar a gladiadores como siempre, y como siempre no me opuse. El casco que usabas para patinar en tu cabeza, el cubo con el que construíamos castillos de arena en la mía. El palo de la fregona en tu mano izquierda, la escoba en mi derecha. Como siempre acabé ganando, y tú como siempre acabaste tirándote al suelo, fingiendo tu muerte seguida de un enfado . Yo solo reía, tú fruncías el ceño.
“Pero tú me has ganado, tú no eres como las demás” terminaste. “Pero tú me has dejado ganar” pronuncié con una sonrisa, “tú no eres como los demás”.

Ahora estás en el suelo, sé lo que duele, pero no lloras. No sollozas. Son mis labios los que sienten la sal de las lágrimas. Y no paras, hasta tu último aliento, me temo. Y él está encima de ti. Sobre ti llueve. Llueven sus puños. Quiero ser tu paraguas.

Asfalto bajo nosotros. Ruedas sobre el suelo. Ahora tenemos once, y las bicis son lo que se lleva. Me prometiste que saldríamos este lunes, hiciera el tiempo que hiciera. Y tu manillar fue lo primero que vi al despertar. El cielo estaba gris, pero no había viento. No hacía frío. Solo gris. Una flor en mi cabeza, arrancada de mi jardín, por ti. Me dije a mi misma que no me gustabas, que yo no te gustaba. Que solo eran flores. Hasta que tu mano soltó el manillar y buscó la mía. Hasta que la mía te siguió. Hasta que tus dedos abrazaron los míos.

Algo cambia. Me encuentras. Por fin algo en ti se ilumina. Y luchas, y te levantas, y si, algo cambia. Él sigue confiado cuando te pones en guardia. Tú te confías cuando tu rodilla toca su estómago y tus nudillos su mejilla. Él pierde las esperanzas cuando ve ese brillo en tus ojos. Yo grito tu nombre, mi garganta arde. Sigues avanzando, no dudas. Más sangre. Más sudor. Cae al suelo, pero no se levanta. Se acabó.

“VETE”, la lluvia mojaba tu pelo mientras me gritabas. “NO QUIERO” mi paraguas cubriendo mi cabeza.
“No te quiero”
“Sé que no es así”
“No te merezco”
“No es verdad”
Me acerqué y no te alejaste. Acaricié tu mejilla y no apartaste la cara.
“Sabes que no soy bueno para ti”, sollozaste.
“Sabes que me da igual”
“A mi no me da igual”
Así se acabó, o eso creí cuando saliste corriendo. No te volvería a ver, o eso pensé hasta que te vi allí, rodeado de gente. Todos en tu contra, y sangre.