28 de enero de 2015

De ti, al que nunca hablaré.

Es hora de ir a clase, y todo parece ir bien. El aleatorio está escogiendo buenas canciones, solo queda una hora para que sea la hora de comer, y este es su momento favorito del día. Llega a su mesa de siempre, se sienta en la silla de siempre. Todo va genial, fantásticamente bien. El barro bajo sus manos, amoldando la forma de sus dedos, jugando con él como si fuera plastilina.

Y algo se rompió.

Pero no era la cerámica, ni el cuchillo contra la mesa, ni la punta de los lápices sobre el papel. Era algo dentro de ella.Y miró a su alrededor. Gente y ¿cómo estaba tan sola? Había tanta gente y ¿cómo no se había dado cuenta? Asientos vacíos a su lado, nadie con quien hablar. Risas, gritos, bromas. Pero no salen de su boca, ni son para sus oídos. 

Un nudo en la garganta.

No puede contenerlo. Necesita esconderse. Sus ojos queman, la sal del océano en el que se hunden. Y sus mejillas, rojas, de impotencia, quizá de rabia. Se levanta, tan despacio como siempre, tan invisible como de costumbre. Y abre la primera puerta que encuentra, hacia tierra de nadie, su tierra. 

Ojos oscuros.

Pero no los suyos, esta vez no. Agacha la cabeza, no son conocidos, pero sabe quién es. Él, solitario, impredecible, anónimo. Pero las lágrimas no aguantan más y los sollozos escapan de su boca, necesita huir.

Ojalá.

Ojalá se conocieran. Ojalá pudiera simplemente quedarse ahí. Él había visto demasiado, una parte de ella que nadie conocía, aquella extraña. Y probablemente no pensará tanto como ella recuerda cada vez que le ve. No sabe como sus latidos se pararon, lo expuesta que estaba. Tampoco como se sintió, cuando alguien finalmente puso sus ojos sobre ella, y ese alguien había sido él.

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