El sábado 2 de diciembre fue el día más triste de todos.
Sin querer me desperté a las 9:45. Mi móvil en silencio brillaba con el mensaje de mi madre a las 9:43:
"Hola hija,
Creemos que el gato ya no
aguanta más
quieres venir?"
Despegando mi última pesadilla, intenté tirarme de cabeza dentro de la siguiente:
"se muere?"
"yo creo que sí
y papá también lo ve"
Corriendo me pongo los calcetines, y aviso a Pablo,
Pablo, mi gato se muere
Yo me voy ya, si quieres ven.
Y corriendo crucé la calle muy bien sin saber a dónde iba, sin saber qué se hace, cómo debo de sentirme o qué tengo que pensar. Salí corriendo con el pijama y mis deportivas sin querer llorar todavía pero preocupada por si ocurriría. Pienso que soy fuerte, que puedo controlar estas cosas.
Entro a casa y me sorprende mi padre con los ojos tan llorosos que parecen legañas, mi madre más tarde escondida en la cocina. Párpados llenos de lágrimas, tristeza, desesperación, sueño, no sé.
¿Qué se supone que se hace en estas situaciones? Tres adultos de golpe pierden los años, los tiran y se pierden. Tres adultos que buscan a su madre porque no saben muy bien qué hacer. Tres adultos que quieren simplemente huir y dejar que lo más duro lo decidan otros, que vengan sus padres a ponerle remedio.
Mis padres y yo lloramos por un animal. ¿Un animal? ¿Es que era un gato? ¿No era nuestro Chiquitín? Avanzo despacio y me espera en el salón. Sentado, la mirada perdida, los mofletes hinchados y el cuerpito encogido. Ya no nos mira, ya no nos oye, ya no gira la orejita si digo su nombre. El pobre solo es un fragmento, un trozo de cuerpo que tiembla con el viento.
No bebe agua, no come paté. Le cojo en brazos y no pesa. Si cierro los ojos, podría decir que sostengo el aire. Le abrazo con cuidado, siento sus huesos rozar mis manos. Le abrazo y ya no bailo, no danzo, me quedo quieta y, por si funcionase, le paso mi energía, mi amor, mi cariño desde el pecho hacia el suyo. Pero no se inmuta, no protesta ni se acurruca. No ronronea, ni deja despreocupado su cabeza sobre mi hombro. Pero es él. Es mi Chiquitín. Es mi chico, mi bebé. Sigue siendo él.
Le coloco en un pequeño puf y con problemas se tumba. Hace el ademán, se vuelca un poquito, pero su cuerpecito no llega. Despacio le ayudo, coloco su cabeza sobre la superficie y se deja tumbar. El dolor sigue en sus ojos. Coloco mi cabeza al lado de la suya, frente a frente. Sus ojos no se cierran y hablan sin parar. Su cabecita tan pequeña que no entiende lo que pasa, no sabe cómo arreglarlo, cómo hacer que todo pare. La mía mientras tanto adelanta sus propios pensamientos a 299 792 458 metros por segundo. De golpe, el mundo desaparece y yo cubro la patita de mi Chiquitín. Sé que esta es la última, así que intento grabar con todas mis fuerzas cada pelo, pestaña y bigote.
Pero eso es lo que me da más miedo. Días después ya te has ido y sigo llorando.
Pero tengo tanto miedo.
De dejar de hacerlo algún día.
Tengo miedo de que acordarme de ti duela menos porque me acuerdo menos. Tengo miedo de que pases a ser una parte antigua de mi vida, solo un recuerdo. No quiero olvidarme de tu olor a gato, tus patitas amasadoras, tus maullidos insistentes, tu necesidad de cariño constante, tu forma de responderme, de oirme y correr. Tus patitas caminando por el parqué, tu pelo al sol brillante y naranja. Tu radar para subirte en mi pecho si estaba triste. Tu sed y tus formas raras de beber. No quiero olvidar tu carita al sol, con los labios ligeramente abiertos para saborear sus labios. No quiero perder tu calorcito en invierno ni en verano.
Se me olvida tu cara y miro tus fotos. Y lloro. Y si no lloro, lloro porque me da miedo. Porque han pasado pocos días y ya estás lejos. Mi cabeza ya lo asimila pero no quiero que vaya tan deprisa.
Serías solo un animal, pero eso duele más.
¿A dónde te has ido? Ya no puedo hablar contigo. Ya no tengo gato. Ya no tiene sentido. Ya no estás. Y no tiene sentido. Eres un gato. Pero te he querido y te quiero tanto.