Y entonces sales, y lo ves. Perfectamente alineados, arropados por una manta de nubes tristes, grises,
que acumulan días de tormenta en sus vapores. Y ella es pálida, sin color, tan solitaria que solo su luz la rodea.
Brilla entre la oscuridad, como si nada le importara, como si supiera que en realidad no pertenece a aquel cielo azul oscuro, como si todos esos astros se encontraran a miles años luz, como si no la tocaran. Y sí, nada le importaba.
Te juro que es preciosa, llena de cicatrices poniendo acentos a sus curvas, lagos vacíos que se llenan solo con polvo olvidado en sus dunas. Y reluce, esa mueca en su sonrisa, reluce. Y no para.
Gente la observa y la confunde, no saben quién es, o por qué está ahí. ¿Quién la puso ahí? Algún loco enamorado la dejó olvidada, pensando que ya tendría tiempo de volver. Pero sonó estúpido volver.
Individual flotando en la nada, inmensa como ella misma, sin embargo tan insignificante que solo algunos la pueden ver de verdad. Los románticos, los que se esconden tras la noche, las farolas de una calle perdida. Y los que se olvidaron de que no estaban solos.
Ahora el amanecer la quema, arde en sus llamas y la envuelve en su fuego. Sangra, sangra por cada una de sus heridas abiertas, incluso algunas cerradas que no curaron del todo. Pinta de rosa, de naranja, sobre un lienzo celeste, un invitado que nunca fue deseado. Pero ella sonríe. Y más. Y silenciosamente, para que pocos la oigan, gesticula un adiós.
Y ya no está.