13 de enero de 2013

Las perdices están en peligro de extinción.

Se despidió agitando la mano derecha a la vez que intentaba evitar que una lágrima se escapara de sus ojos. La echaría de menos. Ana era su única amiga en el hospital, y ahora que se trasladaba a un hospital donde pudieran tratarla de manera más especializada, sentía como si alguien hubiera taladrado su pecho dejando un increíble agujero. Se alegraba de que la llevaran a un lugar mejor, pero la que tendría que ver su cama vacía todos los días era ella. Bueno, eso sería incluso soportable, lo que no podría encajar sería aguantar a un extraño ocupando su lugar.

Era la hora de la comida, y de alguna manera, que hubiera flan la hizo sonreír, porque era el postre favorito de Ana y sentía como si una pequeña parte de ella siguiera allí con ella. Al terminar llevó su bandeja a la basura tirando los restos de la comida y dejándola junto al resto, como hacían siempre. Volvió a su habitación, donde pasaba la mayoría de las horas mirando por la ventana como la gente entraba y salía del hospital, por muy estúpido que pareciera, los envidiaba a todos ellos. Antes solía pensar mucho en como sería su vida fuera de esas paredes si aquel tumor no hubiera aparecido. Seguramente tendría un grupo de amigos, estaría pensando en su graduación y hasta puede que saliera con alguien. Pero todas esas cosas tan normales como salir al cine parecían cuentos sacados de la mente de algún loco cuando hablaba de ello con su madre, que con ojos comprensivos intentaba explicarle que todo aquello era una utopía. A veces se preguntaba incluso que sé sentiría al llegar tarde a casa y estar castigada un par de semanas.
Unos golpes en la puerta hicieron que todos sus pensamientos se desvanecieran y pusiera su atención en la enfermera que sonreía en el umbral. Delante de ella, en silla de ruedas, un chico que tendría más o menos su misma edad fruncía el ceño y cruzaba los brazos.
—Este se llama Sergio, va a estar poco tiempo aquí así que puedes hacer como si no estuviera.—bromeó.
—Hola—saludó intentando parecer amable, aunque en realidad él no parecía ser muy amigable.
La enfermero lo llevó hasta la otra cama, donde hace apenas unas horas su amiga había dormido y lo subió a ella. Cuando hizo esto, vio como soltaba pequeños gemidos de dolor cada vez que la mujer le tocaba. Tenía que doler lo que fuera que le pasara, pero igual que él no parecía muy interesado en ella, ella le devolvió el sentimiento. 
—Hasta luego chicos.—dijo cuando terminó su trabajo y desapareció por la puerta.

Aquel primer día Sergio y ella no parecían encajar muy bien juntos. Él parecía rebelde, de los que ves siempre con una chaqueta de cuero y deportivas. Ella sin embargo era el ejemplo perfecto de inocencia y alguien acostumbrado a no protestar. La mañana siguiente de alguna manera consiguieron entablar una conversación que se extendió un par de horas. Así se enteró de que se había caído de la bici en medio de una excursión a la montaña, que era lo que más le gustaba en el mundo, y que había supuesto un par de huesos rotos y bastantes moratones. Él se enteró de que su vida se basaba prácticamente en el hospital y que todo el mundo la conocía pero que no tenía ningún amigo (al menos ya no) porque era demasiado tímida. Poco a poco se fueron haciendo más amigos y el agujero de su pecho se fue haciendo más pequeño, a pesar de que supiera que él cada vez estaba mejor y ella empeoraba más cada día. Y todo ese tiempo que pasaban juntos sabía con más certeza de que le gustaba más de lo normal estar en su compañía. Estaba segura que si ella fuera Ana, ya habría intentado algo, porque ella era así de extrovertida, y bueno, ella no tenía cáncer, lo que no la obligaba a ir a quimio, por lo que ella no estaba perdiendo su pelo. Era una tonta por estar pensando en chicos cuando su aspecto, según ella, no la permitiría nunca saber lo que es que te besen bajo la lluvia. Estaba pálida, se la habían caído las cejas y apenas le quedaban mechones en la cabeza. Su tortura diaria era entrar en el baño, echar el pestillo y mirarse en el espejo hasta llorar. Minutos después volvía a la habitación, donde Sergio sonreía falsamente porque sabía la razón de sus ojos rojos.
Pasaron más días y a él le dieron el alta, y ella se ahogó más en lágrimas. Aún así, él seguía yendo a visitarla. Ella había hecho de toda esa mierda algo agradable y le había enseñado ver la vida con nuevos ojos.

Sería precioso decir que acabaron juntos y felices, pero si algo tiene la realidad es que nos jode a todos, y que las perdices están en peligro de extinción. Y que él fue lejos, a la universidad, y que ella superó el cáncer, pero de alguna manera sentía como si no fuera a recuperarse de algo mucho peor. Los dos conocieron a más gente, que no les completaba pero que si les satisfacía. De alguna manera su mitad andaba por ahí con una parte de su corazón. 
Todo por no querer dar el paso, por no saber las palabras adecuadas. A veces no nos damos cuenta de que es mejor arrepentirse de haberlo hecho que preguntarse qué habría pasado si lo hubiéramos intentado. Las casualidades no pasan porque si, y cuando se te presenta la oportunidad hay que cogerla con las dos manos.

1 comentario:

  1. Me gusta mucho:D
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    Besos!:)

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